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Un blog de José Manuel Martínez Sánchez
El principio Mushotoku y la rendición del yo en la práctica zen por José Manuel Martínez Sánchez Introducción Vivimos inmersos en una cultura que celebra la eficiencia, el rendimiento y la finalidad como valores rectores de la existencia. Desde la educación temprana hasta las estructuras laborales y espirituales, se nos enseña a aspirar, a conquistar, a mejorar. Incluso la práctica espiritual, que históricamente ha sido un espacio de liberación respecto al deseo, ha sido colonizada por la lógica del rendimiento: se medita para calmar la mente, para mejorar la concentración, para elevar el “nivel de conciencia”, para alcanzar la tan mentada iluminación. En este contexto de obsesión con el progreso, resulta profundamente subversivo y, al mismo tiempo, radicalmente liberador, encontrarse con un concepto como Mushotoku, propio del budismo zen. Literalmente, mushotoku (無所得) significa “sin beneficio”, “sin ganancia” o “sin nada que obtener”. Pero su verdadero calado filosófico va mucho más allá de una mera renuncia material o de un eslogan de desapego. El espíritu de mushotoku atraviesa el zen como un hilo invisible que desmantela cualquier pretensión de apropiación, incluso —y sobre todo— en el terreno espiritual. No se trata simplemente de no esperar recompensas materiales o emocionales; se trata de adoptar una actitud interior que excluye toda voluntad de conseguir algo a través de la práctica, incluso algo tan sutil como la paz interior o el despertar espiritual. Taisen Deshimaru, maestro zen japonés que llevó la enseñanza de Dōgen a Europa en el siglo XX, enfatizó repetidamente que zazen, la meditación sentada del zen, debía realizarse con este espíritu de no-búsqueda: “Practicar zazen con el espíritu mushotoku significa que uno no espera nada. Uno no busca la iluminación, ni un estado especial. No se busca ninguna ganancia espiritual. Es la práctica de la pureza misma” (Deshimaru, 1996, p. 82). Este planteamiento desafía frontalmente no solo las tendencias de nuestra época, sino también ciertos hábitos psicológicos profundamente arraigados. El deseo de obtener, de transformar, de convertirse en “otro” —más sabio, más centrado, más iluminado— es una constante que atraviesa la experiencia humana. Sin embargo, el zen responde con una pedagogía radical: la práctica no es un medio para alcanzar un fin, sino una expresión completa de lo real en su forma más desnuda. Zazen no se practica para llegar a ninguna parte, sino porque en ese mismo sentarse sin meta se manifiesta la verdad de la existencia, más allá de toda conceptualización. El principio mushotoku, por tanto, no debe ser comprendido únicamente como una recomendación ética o una actitud psicológica. Es, en esencia, una ontología implícita. Una forma de estar en el mundo que no se fundamenta en la utilidad, sino en la pura presencia. Se vincula con la noción de śūnyatā (vacío) en el budismo mahāyāna, no como aniquilación, sino como apertura radical a la realidad tal como es, sin el velo de los deseos y los conceptos. En esta medida, mushotoku no niega el mundo, sino que lo revela en su dimensión más inmediata, despojada de todo barniz instrumental. Esta propuesta resulta, además, profundamente terapéutica. Frente al agotamiento contemporáneo producido por la compulsión a lograr, mejorar y superarse —lo que Byung-Chul Han (2012) ha denominado “la sociedad del rendimiento”—, el zen plantea una vía de serenidad que no consiste en cambiar el mundo ni cambiarse a uno mismo, sino en disolver la raíz misma de la compulsión. El mushotoku es una forma de cesación, pero no de inercia: es la cesación del ego como centro de operaciones. Es en este vaciamiento donde se abre una posibilidad de libertad real, no proyectada en un futuro hipotético, sino habitada plenamente en el presente. Este ensayo tiene por objetivo explorar con detenimiento el alcance filosófico y práctico del concepto mushotoku en el budismo zen, en especial en lo que concierne a la práctica de la meditación. Analizaremos sus raíces doctrinales, su aplicación concreta en el zazen tal como lo entendieron maestros como Dōgen, Kōdō Sawaki y Deshimaru, y contrastaremos esta visión con las tendencias contemporáneas que tienden a psicologizar o instrumentalizar la meditación. Lejos de constituir un gesto de renuncia estéril, la práctica mushotoku revela una sabiduría de lo inútil, una ética sin estrategia, una ontología del presente absoluto. En última instancia, preguntaremos qué significa realmente “meditar sin metas”, y si es posible —en un mundo como el nuestro— entregarse a un acto sin objeto, sin finalidad, sin propiedad. Mushotoku: más allá del provecho Para comprender en profundidad el significado de mushotoku, es necesario desarraigarlo de su traducción literal y situarlo dentro del horizonte ontológico y experiencial del budismo zen. El término, formado por los caracteres japoneses 無 (mu, negación), 所 (sho, lugar, propiedad), y 得 (toku, obtención, ganancia), no se limita a una exhortación ética contra la codicia o el deseo. Su verdadera dimensión apunta hacia una transformación radical del modo en que nos relacionamos con la realidad: de sujetos que buscan poseer, alcanzar y manipular, a seres que simplemente están, que habitan el presente sin mediación, sin cálculo, sin apropiación. El concepto de mushotoku es, por tanto, inseparable del corazón del zen, y en especial de su práctica central: zazen. Esta meditación no persigue ni rechaza nada. No busca trascender el cuerpo ni sublimar la mente. En palabras de Dōgen, fundador de la escuela Sōtō en Japón, en su célebre tratado Fukanzazengi: “No hay ninguna necesidad de buscar la verdad ni de cortar las ilusiones. Detente en el estado de no-pensamiento, más allá del pensamiento y la no-mente. Ésta es la práctica auténtica del despertar” (Dōgen, 2002, p. 45). En este marco, mushotoku no significa simplemente que uno deba abstenerse de esperar resultados. Más bien, plantea un giro radical: la práctica espiritual no tiene que ser útil. Y es precisamente esta “inutilidad” la que revela su pureza. En una cultura que valora la utilidad por encima de cualquier otra cualidad, la postura mushotoku se vuelve escandalosamente subversiva. No se trata de negar que existan frutos de la meditación —mayor atención, calma, ecuanimidad—, sino de trascender el nivel psicológico donde esos frutos se convierten en objetivos. En el momento en que la práctica se subordina a un propósito, pierde su cualidad de gratuidad y cae de nuevo en la lógica del yo. Taisen Deshimaru insistía en que mushotoku es una condición sine qua non de la práctica auténtica. Para él, la actitud mushotoku define no solo la meditación, sino todo el camino del zen: “Una acción pura es aquella que no espera recompensa. Cuando uno actúa con el espíritu mushotoku, la acción se convierte en verdadera. De lo contrario, está contaminada por el ego” (Deshimaru, 1996, p. 84). Este principio recuerda al concepto de niṣkāma karma en la Bhagavad Gītā del hinduismo, donde se aconseja actuar sin apego a los frutos de la acción. Sin embargo, el zen lo lleva aún más lejos: no solo se trata de actuar sin esperar resultados, sino de no fundar la identidad sobre la noción misma de progreso. Así, mushotoku es más que un ideal ético: es un modo de existencia sin centro, sin apropiación, sin objeto. La radicalidad de esta propuesta se revela con más claridad si la confrontamos con el funcionamiento habitual de nuestra mente. Vivimos en una constante relación de medios y fines: trabajamos para ganar dinero, meditamos para tener paz, incluso amamos con la esperanza —más o menos oculta— de ser correspondidos. Esta mentalidad proyectiva crea una tensión perpetua, un aplazamiento continuo del presente. Mushotoku rompe este circuito. Introduce una lógica no-instrumental, un modo de estar que ya no necesita justificar su sentido a través de un resultado. Podríamos decir, con resonancias heideggerianas, que el espíritu mushotoku inaugura una forma de ser-en-el-mundo en la que el ente deja de ser dominado por la voluntad de apropiación. En lugar de conquistar la realidad, el practicante se entrega a ella. Esto no significa sumisión ni pasividad, sino una forma de presencia que acoge lo que es sin filtrarlo por el prisma del deseo o el temor. Como lo expresó Kōdō Sawaki, uno de los grandes maestros del zen japonés contemporáneo: “Zazen no es una herramienta. No sirve para nada. Y por eso es lo más importante. Porque nos permite dejar de querer ‘usar’ la vida. Nos enseña a vivir sin usar, sin agarrar, sin buscar” (Sawaki, citado en Uchiyama, 2004, p. 39). Es crucial notar que mushotoku no es nihilismo ni indiferencia. No implica que todo dé igual o que la acción carezca de valor. Muy al contrario, implica una dedicación total, una entrega absoluta al acto presente, pero desprovista de cálculo. Una acción mushotoku no es floja ni desinteresada, sino plena, directa, sin doblez. Se parece, en este sentido, a la noción estética de “arte por el arte”, pero va aún más lejos: no es que el arte no sirva para nada, sino que su valor reside precisamente en que no está subordinado a una utilidad externa. De modo análogo, la práctica del zen, en su espíritu más puro, solo cobra sentido cuando es practicada por sí misma, sin otro horizonte que el acto mismo de sentarse. Esta visión encuentra una profunda afinidad con la noción budista de śūnyatā, o vacío, que no significa inexistencia, sino ausencia de sustancialidad fija. En una realidad vacía de esencia permanente, cualquier intento de fijación —ya sea conceptual, emocional o espiritual— se revela ilusorio. Mushotoku es la actitud que se alinea con esta verdad: no intenta fijar, poseer o alcanzar nada, sino que se armoniza con el fluir transitorio de la existencia. En este sentido, mushotoku no es una “técnica mental” para desprenderse del deseo, ni una estrategia más dentro del repertorio del desarrollo personal. Es, por el contrario, una desactivación radical del deseo de control. Es la renuncia incluso al deseo de renunciar. La mente no se libera porque haya alcanzado algo, sino porque ha dejado de buscar. Y esa cesación es la entrada a una nueva forma de ver: una visión que no clasifica ni busca sentido, sino que simplemente contempla. En definitiva, mushotoku plantea un desafío mayor a nuestro modo de vivir. Nos invita a revisar no solo nuestras metas, sino la estructura misma del pensamiento teleológico. Desde la perspectiva del zen, el sufrimiento nace del deseo, y el deseo se perpetúa mediante la esperanza de obtener algo. La práctica mushotoku, al desarticular esta esperanza, no destruye la vida: la libera. Porque al dejar de buscar lo que no tenemos, comenzamos —por fin— a ver lo que siempre ha estado ahí. La meditación sin objeto La práctica de la meditación zen, conocida como zazen (坐禅), representa una ruptura epistemológica con las formas habituales de meditación que imperan tanto en contextos tradicionales como contemporáneos. Si bien muchas escuelas budistas —y no pocas corrientes del mindfulness moderno— conciben la meditación como un medio para alcanzar un estado deseable (ya sea la calma mental, la atención plena o el despertar espiritual), el zen insiste, con un rigor a menudo desconcertante, en que zazen no tiene objeto, no tiene fin y, sobre todo, no tiene utilidad. Aquí se manifiesta en toda su radicalidad el principio mushotoku. La meditación no es un método para modificar la conciencia; es una forma de estar que trasciende toda finalidad. Practicar zazen es, en el marco del zen sōtō, sentarse en una postura específica —espalda erguida, piernas cruzadas, mirada hacia el vacío— y simplemente estar presente. Pero esta simplicidad es engañosa. No se trata de una relajación, ni de una contemplación de objetos mentales, ni de una concentración voluntaria. Lo que define el zazen auténtico es precisamente su carencia de objeto: ni se busca algo, ni se atiende a algo, ni se pretende alcanzar un estado especial. Kōdō Sawaki lo expresaba con provocadora contundencia: “Zazen no sirve para nada. Y por eso es lo más precioso. No se trata de alcanzar algo, sino de abandonar incluso la necesidad de alcanzar” (Sawaki, citado en Uchiyama, 2004, p. 41). Este abandono del objeto supone un giro copernicano respecto al modo habitual de funcionamiento de la mente. Normalmente, toda atención se dirige hacia un referente: un pensamiento, una emoción, una imagen, un sonido. Incluso en prácticas contemplativas avanzadas, suele haber un foco sutil, como la respiración, un mantra o una visualización. El zazen, en cambio, no fija la atención en ningún punto. Más aún: no hay esfuerzo alguno por sostener la atención. Uno se sienta y, sin juicio, deja que los pensamientos surjan y se desvanezcan, sin retenerlos ni rechazarlos. Esta actitud sin preferencia, sin selección, es la encarnación viva del mushotoku: un estar presente sin apropiarse de la experiencia. El maestro Dōgen acuñó para esta práctica la expresión shikantaza (只管打坐), que puede traducirse como “solo sentarse”. Esta formulación, aparentemente austera, encierra una profunda revolución. “Solo sentarse” no significa adoptar una postura corporal, sino sumergirse en una totalidad sin centro, sin propósito, sin comparación. Como escribe Dōgen en el Shōbōgenzō: “Sentarse en meditación no es meditar sobre nada. Es simplemente sentarse en la totalidad de la realidad, donde no hay sujeto ni objeto, ni antes ni después, ni aquí ni allí. Solo esto” (Dōgen, 2002, p. 89). Esta no-objetividad no implica indiferencia ni distracción. Por el contrario, exige una forma de presencia radical, una atención que no es selectiva, sino abierta, vasta como el cielo. En ella, todos los fenómenos aparecen y desaparecen sin ser atrapados por el juicio ni por la expectativa. En este sentido, zazen es tanto una práctica de des-apropiación como una forma de disolución del yo. No hay ya un “meditador” que observa la respiración o que busca la iluminación: hay simplemente presencia, sin dueño. Esta ausencia de objeto no debe confundirse con el vacío mental. La mente, naturalmente, produce pensamientos, imágenes, recuerdos. El zen no busca suprimir estos fenómenos, sino dejar de identificarse con ellos. Al no seguirlos ni oponerse a ellos, se disuelven por sí mismos en el espacio de la atención. En este punto, el espíritu mushotoku opera de forma silenciosa pero fundamental: no se medita para calmar la mente, pero la mente se calma; no se medita para ver con claridad, pero surge una lucidez sin esfuerzo. Los efectos no son negados, pero no se los convierte en fines. El maestro Deshimaru era enfático en este punto: “Si buscas un efecto, ya estás fuera del verdadero Zen. Todo efecto es una consecuencia natural de la práctica, pero no debe ser perseguido. La práctica es el efecto” (Deshimaru, 1996, p. 91). Desde una perspectiva fenomenológica, esta forma de meditación se distingue por su suspensión de toda intencionalidad. En términos husserlianos, se podría decir que el zazen mushotoku no está dirigido hacia ningún noema; es una conciencia sin dirección, sin objeto, sin horizonte de sentido. Y esta misma ausencia es lo que permite una presencia radical. El sujeto no se proyecta hacia un mundo a conquistar, sino que se disuelve en una inmediatez que no necesita justificación. Es importante subrayar que esta “meditación sin objeto” no es un estado especial que deba alcanzarse. No hay una técnica para lograrlo. La paradoja del zazen mushotoku es que no puede ser forzado. Cualquier intento de lograrlo es, por definición, contrario a su esencia. Como enseñaba Kōun Yamada, otro destacado maestro zen: “Zazen es como el cielo reflejado en el agua. Si tratas de capturarlo, lo agitas. Si no haces nada, se refleja con claridad” (Yamada, 1983, p. 67). En este estado de rendición lúcida, el yo —esa instancia que quiere lograr, mejorar, alcanzar— pierde su centralidad. No se destruye, pero deja de ocupar el trono de la experiencia. Y es en esa descentralización donde se abre una experiencia más vasta: no “yo medito”, sino simplemente “hay meditación”. No “yo estoy presente”, sino “hay presencia”. Esta actitud tiene profundas implicaciones éticas y existenciales. Al practicar sin meta, uno deja de manipular la vida. Se abandona la exigencia de que la realidad se pliegue a nuestras intenciones. En su lugar, se cultiva una aceptación sin condiciones, que no significa resignación, sino lucidez. Una lucidez que no se esfuerza, que no se aferra, que no calcula. En un mundo saturado de expectativas, metas y estrategias, zazen mushotoku representa un gesto de confianza: dejar que el instante sea lo que es. En última instancia, la meditación sin objeto no conduce a ningún lugar, y sin embargo, revela el fundamento de todo: el hecho ineludible de estar aquí, de estar vivo, sin necesidad de propósito ni meta. En su forma más pura, el zazen no es una práctica espiritual, ni psicológica, ni filosófica. Es, simplemente, sentarse. Y en ese sentarse sin razón se desvela, sin palabras, la esencia del zen. Crítica a la lógica del logro El principio mushotoku, tal como se encarna en el zen y, especialmente, en la práctica del zazen, constituye una crítica silenciosa pero radical a uno de los ejes vertebradores de la cultura occidental: la lógica del logro. Desde la filosofía griega clásica hasta el capitalismo contemporáneo, el pensamiento occidental ha estado impregnado de una noción teleológica del ser, según la cual todo movimiento, toda acción, toda vida misma, encuentra su justificación en un fin externo. Aristóteles (1984), por ejemplo, definía el movimiento como la actualización de una potencia hacia su acto, lo que implica que toda actividad es inteligible únicamente en función de su finalidad. Esta visión ha permeado no solo la metafísica, sino también la ética, la política y la espiritualidad, consolidando una cosmovisión en la que “ser” equivale a “llegar a ser algo”. En esta tradición, incluso el perfeccionamiento interior ha sido conceptualizado como un proceso de autoconstrucción dirigido hacia un ideal: el sabio, el santo, el iluminado. Este impulso a superarse, a progresar, a conquistar estadios superiores de conciencia, se encuentra también en muchas corrientes espirituales modernas, donde la meditación se convierte en una herramienta más dentro del engranaje del yo. Se medita para reducir el estrés, para aumentar la productividad, para lograr un despertar personal, incluso para trascender el ego... y con ello, paradójicamente, se refuerza el ego. El zen, en cambio, desmantela esta estructura desde su raíz: no hay ningún lugar al que llegar, porque cualquier meta introducida en la práctica ya es un obstáculo. Dōgen, en el Shōbōgenzō, escribe con claridad meridiana: “Buscar el despertar es separarse de él. Cuando dejamos de buscar, la naturaleza búdica se manifiesta por sí sola, como el reflejo de la luna en el agua” (Dōgen, 2002, p. 67). Esta afirmación no es un aforismo poético, sino una inversión ontológica. En lugar de concebir el despertar como algo que hay que alcanzar, el zen lo entiende como algo que ya está presente, pero que queda oculto por el ansia de lograrlo. La búsqueda espiritual se vuelve, entonces, paradójicamente, el principal impedimento para el descubrimiento de lo que ya es. Aquí se revela toda la fuerza filosófica de mushotoku: no se trata simplemente de una actitud sin apego, sino de un cuestionamiento profundo de la estructura del deseo, que proyecta la realización hacia un futuro que nunca llega. Este cuestionamiento se radicaliza aún más si lo comparamos con las dinámicas contemporáneas del yo. En la llamada “sociedad del rendimiento”, como la ha descrito Byung-Chul Han (2012), el sujeto ya no es explotado por otros, sino por sí mismo. La obligación de realizarse, de superarse, de ser la mejor versión de uno mismo, ha sustituido las antiguas normas heterónomas por una autoexplotación interiorizada. En este contexto, incluso la espiritualidad se convierte en una forma de producción: producción de serenidad, de bienestar, de conciencia, de “presencia”. Contra esta hipertrofia del yo, el zen propone un gesto de rendición: sentarse sin buscar nada, sin mejorar nada, sin acumular nada. Un no-hacer que no es pasividad, sino desactivación del circuito de producción del yo. Este gesto encuentra resonancia en otras tradiciones. En la mística cristiana, por ejemplo, la teología negativa de san Juan de la Cruz o el Maestro Eckhart ya señalaba que Dios no se alcanza por la vía del esfuerzo, sino por la del vaciamiento. En palabras de Eckhart: “Para llegar a ser todo, debes dejar de ser algo. El alma debe desprenderse incluso del deseo de Dios” (Eckhart, 2007, p. 103). Pero en el zen, esta actitud se radicaliza: ni siquiera hay un Dios que alcanzar. Solo el acto puro, despojado de toda referencia, en el que el yo se disuelve sin necesidad de ser destruido. Desde una perspectiva existencial, esta crítica a la lógica del logro pone en cuestión la necesidad misma de justificar la existencia. ¿Por qué estamos siempre obligados a “hacer algo de nuestra vida”? ¿Por qué vivir debe tener un propósito? El zen responde: porque estamos atrapados en la ilusión de que somos incompletos. Pero si el yo es una ficción, entonces toda su historia de progreso y realización es también una ficción. El espíritu mushotoku interrumpe esta narrativa: no hay nada que lograr porque no hay nadie que necesite lograrlo. La plenitud está antes de toda historia, de toda estrategia, de toda meta. Este rechazo de la finalidad no implica, sin embargo, una negación de la acción. El zen no promueve la pasividad ni el nihilismo, sino una acción libre de apropiación. Como afirma Deshimaru: “La verdadera acción no tiene finalidad. Se realiza por sí misma. Como el viento que sopla o la lluvia que cae. Esa es la acción del Buda” (Deshimaru, 1996, p. 95). Esta acción sin finalidad recuerda a la noción de wu wei (無為) del taoísmo: un hacer sin hacer, una espontaneidad que no proviene del esfuerzo, sino de la armonía con el Tao. En el zen, esta espontaneidad no es producto de una técnica, sino de una cesación. Cuando el yo deja de buscar, la acción se vuelve clara, directa, libre. La crítica zen a la lógica del logro no es, por tanto, una negación de la transformación, sino su descentramiento. No se trata de dejar de actuar, sino de actuar sin que la acción esté subordinada a un proyecto identitario. Esto tiene consecuencias profundas no solo en la práctica meditativa, sino en toda forma de vida. Amar sin buscar ser amado, servir sin buscar reconocimiento, vivir sin buscar sentido... no porque la vida no tenga sentido, sino porque ya está colmada en su misma manifestación. En última instancia, el zen propone una revolución silenciosa: sustituir el paradigma del progreso por el del presente, la escalera por el suelo. No hay cima, no hay meta, no hay después. Hay solo esto. Y en este “solo esto” —si se lo habita sin demanda— se revela, no una verdad abstracta, sino una plenitud concreta, inmediata, libre de todo peso. Mushotoku como forma de sabiduría El zen, en su núcleo más profundo, no es una doctrina ni una filosofía en sentido discursivo, sino una forma de sabiduría encarnada. A diferencia del conocimiento teórico que aspira a representar el mundo mediante conceptos, la sabiduría del zen no busca conocer acerca de la realidad, sino vivirla directamente, sin intermediarios. En este horizonte, el principio mushotoku se presenta no solo como una actitud o como una ética de la no-búsqueda, sino como la forma misma de esa sabiduría: una sabiduría sin objeto, sin finalidad, sin apropiación. Comprender mushotoku, por tanto, no es simplemente entender lo que significa, sino dejar de intentar entenderlo. Es una comprensión que se revela en la práctica, más allá de las palabras, en el silencio de la experiencia. El zen considera que la mente ordinaria, dominada por el deseo y el rechazo, opera siempre en función de resultados. Valora, discrimina, clasifica, busca lo útil y descarta lo inútil. En este proceso de constante manipulación de la experiencia, se crea una separación entre el sujeto y el mundo, entre lo que se es y lo que se quiere ser. La sabiduría del zen consiste, en cambio, en disolver esta división, en abandonar el esfuerzo de controlar y permitir que la realidad se manifieste tal como es. Mushotoku no es una técnica para lograrlo, sino precisamente el gesto de cesar en todo intento. Es la expresión de una inteligencia que ha comprendido la futilidad de toda apropiación, y que, al comprenderlo, descansa en la no-apropiación. Esta forma de sabiduría no es nueva ni exclusiva del zen, aunque adquiere en él una formulación especialmente nítida. Las tradiciones místicas de diversas culturas han señalado desde hace siglos que el conocimiento más profundo no se alcanza a través del esfuerzo racional, sino a través del vaciamiento. San Juan de la Cruz hablaba de la “noche oscura del alma”, donde todo deseo —incluso el espiritual— debía ser extinguido para que Dios pudiera manifestarse sin obstáculos. El Maestro Eckhart, en términos aún más radicales, afirmaba: “Mientras el alma desee algo, aunque sea a Dios, no es libre. La sabiduría comienza cuando no se desea nada” (Eckhart, 2007, p. 112). En el zen, esta sabiduría no se orienta hacia un absoluto trascendente, sino que se manifiesta en la inmanencia del instante. No hay necesidad de abandonar el mundo, porque no hay mundo que abandonar ni iluminación que alcanzar. La sabiduría mushotoku no trasciende la realidad, sino que la habita sin resistencia. Como escribe Suzuki (1956): “La iluminación no es una experiencia extraordinaria, sino la visión clara de lo ordinario tal como es, sin filtros, sin fines, sin deseo” (p. 109). Esta sabiduría no consiste en “saber algo”, sino en ser algo. Más aún: en dejar de ser “alguien” para convertirse en presencia pura. El practicante mushotoku no es alguien que ha acumulado experiencia o conocimientos espirituales, sino alguien que ha renunciado incluso al mérito de la renuncia. La verdadera sabiduría, desde esta perspectiva, no consiste en poseer la verdad, sino en vaciarse de toda pretensión de saber. Por eso, los grandes maestros zen solían hablar con paradojas, silencios y gestos aparentemente absurdos: no porque despreciaran la razón, sino porque sabían que la verdad no cabe en el lenguaje. Mushotoku, como sabiduría, implica también una relación diferente con el sufrimiento. En lugar de buscar eliminar el dolor o trascenderlo, el practicante aprende a no apropiarse de él. Ni se aferra ni lo rechaza; simplemente lo deja ser. En esa apertura se revela una forma de libertad que no es la ausencia de dificultad, sino la ausencia de apego al resultado. Se puede estar en medio del caos, del fracaso, de la incertidumbre, y sin embargo habitar una serenidad profunda, porque nada está siendo juzgado. En palabras de Kōdō Sawaki: “Incluso cuando estamos perdidos, confundidos, derrotados, podemos simplemente sentarnos. Eso es sabiduría. Sentarse sin querer salir de la confusión. Mushotoku” (Sawaki, citado en Uchiyama, 2004, p. 45). Esto redefine radicalmente el concepto de libertad. Ya no se trata de liberarse de algo —del sufrimiento, del ego, de la ignorancia— ni de alcanzar un estado en el que todo esté resuelto. La libertad, para el zen, consiste en no estar condicionado por la necesidad de que las cosas sean distintas. Y esta libertad solo es posible cuando no se busca nada. Aquí, mushotoku se revela como una sabiduría silenciosa: no hace ruido, no promete salvación, no construye discursos. Es una claridad que no necesita certidumbre, una presencia que no depende de la paz. En este sentido, mushotoku también implica una sabiduría relacional. No se trata de una iluminación privada, sino de una forma de estar con los otros sin manipulación. En una cultura donde incluso el vínculo se convierte en moneda —se ama para ser amado, se da para recibir, se escucha para ser escuchado—, el espíritu mushotoku propone un amor sin condiciones, una ética sin cálculo. Amar sin esperar. Escuchar sin buscar ser comprendido. Dar sin recordarlo. Esta gratuidad no es ingenua: es la manifestación más alta de una conciencia no-dual, que no divide entre yo y tú, entre acción y efecto, entre vida y espiritualidad. Finalmente, puede decirse que mushotoku es una forma de sabiduría radical porque no ofrece ninguna garantía. No promete éxito, ni transformación, ni paz duradera. Y, sin embargo, en su radical negativa, revela la única libertad que no puede ser perdida: la libertad de no querer ser libre. En un mundo donde todo se mide, se evalúa y se intercambia, el zen propone una sabiduría sin precio: un modo de ser que no necesita ser mejorado, porque ya está completo en su forma más desnuda. Esta sabiduría no puede enseñarse, solo puede vivirse. Y su mayor expresión no está en las palabras, sino en el acto silencioso de sentarse, día tras día, sin esperar nada, sin escapar de nada, sin obtener nada. En ese acto gratuito y sin meta, la sabiduría mushotoku se encarna como una forma de verdad sin forma. Conclusión
Practicar sin meta, meditar sin propósito, vivir sin apropiarse de la vida: estos gestos, que para la conciencia moderna pueden parecer absurdos o incluso peligrosos, constituyen el corazón del zen y la médula del principio mushotoku. A lo largo de este ensayo hemos contemplado cómo este concepto, que literalmente significa “sin beneficio” o “sin ganancia”, no se limita a una renuncia ética, ni a una postura psicológica desapegada, sino que representa una forma de sabiduría existencial profundamente subversiva. En una cultura donde todo se orienta al resultado, donde incluso la espiritualidad es instrumentalizada, mushotoku nos devuelve al misterio y la desnudez del presente. La práctica del zazen, como encarnación viva de esta actitud, es una ruptura silenciosa con la lógica del yo. En el acto de sentarse sin buscar, el sujeto abandona su proyecto de devenir y permite que la realidad se exprese tal como es. No hay iluminación que alcanzar, no hay ego que erradicar, no hay un yo separado que deba perfeccionarse. Esta rendición no es resignación ni pasividad, sino presencia absoluta, lúcida, sin voluntad de transformar ni conquistar. Sentarse en zazen con el espíritu mushotoku es, en el fondo, dejar de huir de lo que somos: abandonar el esfuerzo mismo por ser otra cosa. La lógica del logro, profundamente arraigada en nuestro pensamiento, se desintegra ante esta propuesta. El zen no niega el cambio, pero no lo convierte en meta. No excluye el sufrimiento, pero no lo instrumentaliza. No propone salvar al individuo, sino disolver la ficción que lo sostiene. Frente al ideal moderno de autorrealización, el zen ofrece el no-ideal del desasimiento. Frente a la acumulación de saber, propone una sabiduría sin objeto. Frente a la producción incesante de sentido, ofrece el silencio de lo que es. Mushotoku no es, por tanto, una técnica más en el repertorio del bienestar, ni una negación romántica del deseo. Es una apertura sin límites a la inmediatez de la existencia. Es una sabiduría sin nombre, que no se enseña ni se conquista, sino que se manifiesta en la renuncia misma a poseerla. Esta sabiduría no promete resultados, y quizá por eso es una de las pocas que puede llamarse verdaderamente libre. Meditar sin metas es regresar al instante. Sentarse sin objeto es confiar en lo que ya está. No hacer nada para obtener, no practicar para mejorar, no vivir para realizarse, sino simplemente vivir: este es el camino del mushotoku. Un camino que no conduce a ninguna parte, y sin embargo, es la expresión más pura del estar plenamente donde ya estamos. Como dijo Kōdō Sawaki: “El zen es bueno para nada. Y por eso es lo único que vale la pena practicar”. Bibliografía: Aristóteles. (1984). Metafísica. (J. A. Aubet, Trad.). Gredos. Byung-Chul Han. (2012). La sociedad del cansancio. Herder. Deshimaru, T. (1996). La práctica del Zen. Herder. Dōgen. (2002). Shōbōgenzō. El Tesoro del Verdadero Dharma Ojo (Eihei Dōgen, selección y comentarios por G. W. Nishijima y C. Cross). Siruela. Eckhart, M. (2007). Tratados y sermones. (M. Vannuci, Ed. y Trad.). Trotta. Sawaki, K. (citado en Uchiyama, K.). (2004). El Zen de Kōdō Sawaki: La postura justa en la práctica y la vida. (Trad. Y. Uchiyama). Editorial Zen. Suzuki, D. T. (1956). Zen Buddhism: Selected Writings of D.T. Suzuki. Doubleday Anchor Books. Yamada, K. (1983). The Gateless Gate: The Classic Book of Zen Koans. Wisdom Publications.
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